Roma. Un dietario. (28 y 29 de diciembre y Fin)

(Esto es el último episodio de las andanzas romanas de Ángel Insua. Podéis leer la anterior entrega aquí)

---

28 de diciembre



Suena el despertador pronto, muy pronto. Hoy no me afeito porque ya lo hice ayer, así que Bego se adelanta al baño. Bajamos después a desayunar –napolitana, corazón de melocotón en almíbar, espresso doble– y nos plantamos en Estación Termini en una mañana descolorida, nubosa. Sobre las diez sale nuestro tren de alta velocidad o Italotreno –nombre siderúrgico que evoca los paraísos de un Marinetti– a Florencia, donde estamos citados para una visita al mediodía en la Galería de los Ufizzi. El Italotreno funciona, para nuestra sorpresa, admirablemente bien. Luego de ocupar nuestros asientos: mi hermano y mi padre, mi madre y Bego, yo y cierto paisano que tratará de dormir sin éxito; despega como un Pegaso de entre las tripas de Termini y nos conduce, primero por el anillo exterior de Roma, después por colinas plateadas, ondulantes; en una suave vibración arrulladora y nos deposita en Florencia antes de que nos demos cuenta. Allí nos recibe un avispero de florentinos en pie de guerra: sorbiendo el café camino al trabajo, recogiendo al yerno en sus vacaciones, apurando los regalos de última hora. La estación no es fea: grande, vasta y limpia, luce un bonito árbol de Navidad en un costado que se alza sobre la membrana de viajeros; al fondo una muralla de establecimientos promete todo tipo de bendiciones comerciales y en general uno se encuentra perfectamente a gusto en ella. Tanto Santa María Novella como Termini pertenecen a otra categoría de estación, seria, rigurosa; como si el conjunto del presupuesto italiano se hubiese destinado a componer estos lugares y sus trenes veloces y eficientes, en detrimento de autobuses, metros y todo lo demás. Lejos queda, por ejemplo, nuestra deshuesada y fantasmal Chamartín, por no hablar de la de Coruña.

Salimos a la calle y en cuestión de diez minutos hemos llegado a la plaza de San Giovanni. La catedral, inmensa, corta de pronto la perspectiva: otra de esas pequeñas descargas estéticas me sacude, pero la encajo bien. Debemos hacer tiempo antes de la visita, así que paseamos: por la plaza –inmediatamente me asaltan imágenes de Ezio Auditore en el Assassin's Creed 2 trepando como una salamandra–, por sus tiendas y calles aledañas –en una de vidrios florentinos hallamos un estupendo ajedrez de la II Guerra Mundial, yankis contra nazis–, por la órbita del Ponte Vecchio. Pasamos también al palacio de los Medici, en cuyo magnífico claustro topamos con nada menos que Nuria Roca, bronceada, sonriente y rodeada de su familia –mi madre corretea nerviosa y se aproxima para comprobar por sí misma: en efecto es Nuria, tan guapa o más que en televisión–.

Alrededor de la una entramos a la Galería, que está tomada por los turistas. El turista de Uffizi tiene un rasgo característico: es un espécimen flotante, huidizo; toma la foto y corre y no se preocupa por mirar la pintura un segundo más de lo que tarda en guardar el teléfono. Mi hermano se pregunta: ¿por qué? es absurdo: Google está lleno de imágenes mucho mejores que el bodrio que acabas de producir; que tu foto sin gusto o perspectiva, o sentido alguno de la composición; ¿es que las vas a ver más tarde?, ¿acaso vas a exhumar, años después, los cientos si no miles de cagaditas que asfixian tu iCloud?, ¿y para qué?, ¿para revisar un cuadro que no recuerdas porque estabas pendiente de la pantalla? En fin.

La Galería se compone de varias plantas, todas ellas cargadas de bustos y esculturas admirables y pinturas célebres: están El nacimiento de Venus y La primavera de Botticelli, Judith que decapita a Holofernes de Gentileschi o La medusa de Caravaggio. Además de esas plantas, no obstante, se conoce que Uffizi va sumando inadvertidamente salones y pasillos adicionales que, igual que la hidra, brotan y se multiplican –con sus cuadros centenarios, turistas y todo– conforme el visitante curioso los verifica. No de otro modo se explica el que luego de casi tres horas nos falten por ver más obras que al principio. Para cuando llegamos al último piso, pues, estamos agotados. Observo a través de una ranura entre dos salas a mis padres: aturdidos, desorientados, no saben ya dónde meterse; estoy casi seguro de que mi padre morderá directamente al próximo chino que se interponga entre él y un cuadro para sacar una foto, y mi madre morirá de vergüenza. No podemos, sencillamente, admirar ya más arte; los Tizianos y Leonardos pasan zumbando sobre nuestras cabezas, y lo único que queremos es descansar.

Terminamos el circuito y nos aventuramos hasta un forno de pizza napolitana junto a la Galería. Las pizzas allí son anchas como sombrillas, y pedimos cinco, una para cada uno, que rebosan lógicamente en el barril insuficiente en que nos colocan. Yo debo cambiar mi comanda, pues pido prosciutto que aquí resulta ser jamón curado, no el cocido tierno que sirven en España –y a mí el jamón curado en la pizza me causa pesadillas–; con lo que me sumo a la de mi madre, que ha ido con el clásico combinado de champiñones. Pedimos también Peronis, comentamos un poco la jugada y al poco estamos listos para montar al Italotreno, nombre que a estas alturas me sugiere velocidades espaciales y comodidades de sultán.

Queda, no obstante, algo por hacer. Original como la vida misma, busco un imán florentino que me devuelva a estos días cada vez que pasee por el frigorífico. Ya tengo el de Roma: un pequeño guardia pretoriano, sonriente en su pedestal, y para Florencia quiero otro igual de feo o más. Luego de mucha vuelta, en un quiosco junto a la estación lo encuentro: un puerco en motocicleta, vespino, por lo visto mascota oficial de la ciudad.

Poco después estamos ya en el tren. Es de noche; mi madre, Bego y yo ocupamos una mesa hacia la mitad del vagón, y mi padre y mi hermano se sientan detrás. Mi padre captura el sueño al poco de salir, lo mismo que mi hermano, y delante nosotros hablamos bajo la supervisión nada discreta de una familia italiana a nuestra izquierda. Ingresamos a Termini apenas si hora y media más tarde, y decidimos buscar algún lugar agradable en que tomar algo y celebrar el (pen)último día de viaje. La vinoteca de la víspera está desbordada; el barrio ofrece poca alternativa así que compramos en un chino una bolsa de patatas, varias Peronis y dos botellas formato mini de Prosecco –punto para Roma– y nos llevamos todo ello a la terraza de mis padres en el hotel.

Allí, en torno a una mesa baja de madera, se empiezan a dibujar los contornos del viaje. Hablamos sobre las iglesias, San Pedro: mi padre describe una conmoción estética como la que conté en su momento, y mi hermano afirma categóricamente que es de una perfección inconmovible, objetiva: simplemente, no cabe no apreciarla; en tal caso hablaríamos de percepción o gusto averiados. La charla pronto aterriza en su estación principal: política. Feminista hasta la raíz, Bego se ve rápidamente acorralada por las opiniones bienintencionadas de mis padres; yo trato torpemente de arbitrar: un poco de esto un poco de aquello, la tercera España, en fin: gilipolleces; no convenzo a nadie y me quedo solo pero al menos mantenemos la cordialidad. Mi madre habla de su propia experiencia: mujer guapa y joven en los ochenta, recién ingresada a las planicies de un banco completamente dominado por hombres: situaciones tensas y peliagudas, como correr por un desfiladero, pero nada terrible a fin de cuentas. Felizmente hemos superado aquello; todavía quedan cosas por superar, por supuesto, pero tampoco hay que alarmarse.


29 de diciembre



Y así llegamos al último día de viaje. Hoy la jornada está contorneada por el vuelo, que despega rumbo Madrid desde Fuimicino a eso de las cinco –hay que estar, por tanto, a las cuatro en el aeropuerto, a las tres en el hotel y comiendo a las doce-una por si acaso–. La primera parada de la mañana es el Panteón de Agripa, luego lo cual mi padre esboza la siguiente hoja de ruta: las iglesias de Santa María sobre Minerva y San Ignacio de Loyola –ambas en la periferia del templo– y el Ara Pacis de Augusto. Vamos, pues, de más a menos: primero el bistec con patatas, después la merluza y de postre las croquetas.

El Panteón es, como todo en Roma, gigantesco. Camina uno entre sus columnas como en un bosque de secuoyas, y la visión de la cúpula desde el interior es escalofriante. Está, además, abierta: cuando llueve se moja y estoy seguro que a más de un turista despistado una gaviota le ha cagado directamente entre los ojos. Revisando el templo, creo que es lo único que reprocho a los cristianos de su paso por la ciudad: no saber cómo sería el culto al dios pagano; el haberse perdido las estatuas de Neptuno o Júpiter, o tal vez de Marte, Apolo o Venus. Ahora el lugar está tomado por la simbología religiosa: la cruz por aquí, un santo por allá, además de las tumbas de ciertos Rafael y Víctor Manuel II.

El visitante del Panteón es curioso, indagador: revisa carteles y guías interactivas; no quiere dejar al viento un sólo dato. También Bego y mi hermano contrastan información, y así me entero, por ejemplo, que el diámetro de la cúpula tiene 43 metros, lo que la convierte en la mayor cúpula de hormigón en masa de la historia. Es impresionante, y yo me empiezo a agobiar: ¿estaré desaprovechando la visita? La entrada incluye un código QR que le abre a uno las puertas del conocimiento, ¿debería al menos echarle un vistazo?

Pero algo me dice que no, que lo que quede quedó y lo que no no sería quizás tan importante. Mi padre me explicó una vez que la cultura es eso: lo que queda; el residuo de la lectura, el estudio o la experiencia. No es, por supuesto, viable aprenderse de memoria La montaña mágica o la poesía completa de Juan Ramón Jiménez, pongamos, pero sí que Hans Castorp –y con él Europa entera– acabó desgarrado por dos visiones del mundo inconciliables; o estos versos de La actitud, que muy bien le pueden sostener a uno cuando piense en la chica que le gusta: sólo lo hiciste un momento / mas quedaste, como en piedra / haciéndolo para siempre.

Lo mismo me pasa con el templo. Me olvidaré, seguramente, de quién lo hizo o por qué o cuándo, pero retendré impresiones, fogonazos, imágenes, que a fin de cuentas son tanto o más valiosos que el dato duro y frío. Y en general con Roma: veré aproximadamente las campañas militares de Trajano inscritas en su columna, pero no los países o pueblos sometidos, las legiones invasoras; percibiré nombres amontonados en los muros de San Pedro, pero no si eran de tal o cual Papa, de este o aquel año… del Tíber apenas si conservaré su nombre, pero sí su hendidura firme y orgullosa en el cinturón de la ciudad. Quedará lo que tenga que quedar, y lo demás flotará quizás en el viento con cuervos y gaviotas, para que otro turista del futuro lo cace alegremente y deje a su vez sus migas para los que vengan detrás.

En fin. Después del Panteón, Bego y yo tomamos un desvío e ingresamos brevemente a una tienda de grafismos en el borde de la plaza. Estoy pergeñando los regalos de mis padres y tal vez una de estas láminas le interesen a Manolito –mi padre y mote que le ha impuesto Bego–. Bego se lanza sin miramientos al cuello de la dependienta: mucho más atrevida que yo, en general y sobre todo en el cuadrilátero social, le pregunta –en gallego (!)– que a ver cuánto cuesta ésta tan bonita del Arco de Constantino. Yo ya estoy pidiendo perdón cuando la tipa nos larga una cantidad absolutamente delirante, insoportable, pero Bego insiste: ha olido sangre y no piensa detenerse. Retorciéndole figuradamente el brazo por la espalda, le obliga ahora a descorrer la cajonera de cristal bajo la mesa que esconde, está claro, las impresiones baratas, las accesibles para el bolsillo medio pero de rentabilidades más tibias: nada, tampoco; todo lo más un carboncillo pequeñajo del Coliseo o similar que no convence.

Salgo de ahí con la sensación de haber matado a alguien. No hay lámina, está claro, y una frustración leve zumba como un tábano sobre nuestras cabezas. No queremos desanimarnos, así que nos vamos a rezar un poco a la vecina iglesia de Minerva, o al menos a mostrarnos muy serios, pensativos: ya hemos estado la víspera –¿la antevíspera?–, y no nos pilla desprevenidos. Resulta, no obstante, que nos hemos equivocado y mis padres visitan en ese momento San Ignacio de Loyola, un par de manzanas más allá; no merece la pena encontrarnos, con lo que quedamos todos directamente en la última parada del día: el Ara Pacis.

Bego se descuelga en este punto del grupo. Por alguna razón se ha cansado ya de los museos, y prefiere pasear, disfrutar por última vez de las romanas calzadas. Mientras tanto, nosotros cuatro entramos en formación tortuga al recinto, especie de Tetris que se alza en un costado del río.

El Ara Pacis no es más que esto: un bloque de mármol blanco en un salón de exposiciones. Conmemora, por lo visto, la Pax Augusta, serie de expediciones a las Galias y territorios anexos que culminó con una paz de treinta años en el mandato de este emperador, una de las más duraderas del imperio. El conjunto transmite en efecto paz, serenidad, amplificadas por el nada despreciable hecho de hallarnos casi a solas en el museo, salvo excepcional familia italo-americana en el sentido más estricto del término: tan pronto desenvainan su inglés pastelero como el mismo italiano de Leopardi. Dentro del Ara Pacis –vale decir: del pedrusco– hay espacio para caminar: una especie de surco excavado en el mármol separa el muro exterior de un trono central, donde el pacificador debía de descansar sus imperiales nalgas; y así paseamos tranquilamente por turnos admirando las escenas y motivos celebratorios.

En tiempos tan violentos no debió de ser cosa menor sellar esta clase de paz: los súbditos se le tirarían a Augusto a los pies, felices de verse librados de invasiones bárbaras al menos un puñado de años. El monumento consigue capturar esos alivio y sosiego, y el blanco lo reviste además de cierta pureza elemental. Lo examino y pienso que esto precisamente es la Historia: un bloque de mármol; una sucesión de hitos inconmovibles en el tiempo, que se puede visitar, interpretar a lo sumo, pero nunca alterar. Es, al fin, un proceso de objetivación: los hitos van quedando solidificados e incorporados a un molde como éste, desposeído ya de sus aristas e impurezas y fuera de nuestro alcance. Por supuesto, hay a quien esto resulta incómodo, quien querría lo contrario: manipular el bloque a sus anchas, dialogar con él y aún arrancarle impresiones, juicios de valor. Para ellos la Historia es más bien una opinión, un gas o un líquido de propiedades cambiantes en función del entorno y por tanto esencialmente subjetivo, y dependiente en último término de su observador. Estoy seguro de pocas cosas, pero sí de que conviene desconfiar de este tipo de ideas.

Llegué a Roma escéptico, arrastrado por una corriente de cinismo que me daba no pocas respuestas a priori. Hay en Los demonios un pasaje en que Dostoievski dice sobre un grupo de chavales, más bien frivolones, que “confundían el cinismo con la inteligencia”. Miro alrededor y pienso que tiene razón: no sé si los antiguos romanos eran más o menos inteligentes que nosotros –posiblemente lo mismo–, pero sí que no consiguieron perdurar a base de cinismo. Hace miles de años que se levantó el Ara Pacis, y ahí lo tenemos: solemne, imperturbable; testimonio de una época y del emperador que lo construyó, todavía hoy tallado en nuestra memoria. A simple vista, puede ser descorazonador hacer con la nuestra balance de vicios y virtudes; he dado indicios de sobra en este viaje: los turistas flotantes de Uffizi o la mole fotografiadora en Trevi; el oriental avasallador del Vaticano y la maquinaria boba del aeropuerto: uno querría a veces liarse a puñetazos con todos ellos, decirles que se largaran o escondieran y le dejasen disfrutar tranquilamente de las obras y prodigios de otro tiempo menos idiota, más alegre u orgulloso y seguro de sí mismo. Es tentador, francamente –a punto he estado, lo juro, en algún autobús o en la cola de un museo: me salvó la respiración diafragmática–, ¿pero es realmente así?

No es imposible que el legado de nuestra época sea justamente éste: el turismo masivo; el bastón selfie y la cámara analógica o el iPhone 11 mini. Igual que los romanos nos dejaron el Ara Pacis, el Coliseo o la Columna Trajana, quizás en el futuro alucinen con la Tienda de Apple, el Bono Metro o la Clase Turista de Ryanair: “ah, entonces sí sabían lo que era bueno: las aglomeraciones, el contacto físico, el calor del ser humano; ahora con los androides y el turismo de la nube, la vacación cibernética o el crucero del metaverso las sensaciones se han perdido por completo; sí, los sensores de hiperrealidad están muy bien, pero nada como apechugarse fuerte entre la gente para ver de lejos una escultura de verdad, de carne y hueso”.

Quizá debamos levantar en nuestras plazas o intercambiadores también un coloso, como el perdido de Nerón, que nos recuerde al verdadero amo de esta época: el turista de clase media. Ya lo puedo ver: la cara roja de entusiasmo, señalando a algún punto o quizás amurallado tras su móvil, disfrutando en todo caso del espectáculo. En fin, estamos todavía muy pegados a esto; nos faltan tiempo y perspectiva –el proceso de objetivación–, con lo que supongo es normal agarrarse un cabreo de vez en cuando. Lo que es seguro es que si alguna vez levantamos un coloso no será éste: el del listillo, de vuelta de todo y con la risita burlona atornillada en la jeta. Éste no será más que pura anécdota; algo en el fondo bastante aburrido y carente de interés, que las masas del futuro mirarán de soslayo si es que acaso recuerdan. Pasémoslo bien, diablo, y dejémonos de historias.

Bego revolotea hasta el restaurante de hoy: Due Ladroni, que mi hermano ha localizado rápidamente con un vuelo rasante en Google Maps. El nombre sugiere algún bar de moda en los anillos de Quevedo o Ponzano: grandes lámparas colgantes, ladrillo visto y fingers de pollo; música de Sebastian Yatra. Sin embargo, se trata de un agradable rincón, bastante clásico y sencillo, tranquilo: apenas si dos o tres mesas comen silenciosamente. Hay, encima, un labrador marrón que guarda la puerta o más bien juguetea con los comensales; la maître lo mantiene a raya con caricias tácticas y alguna dulce reprimenda. Nos sentamos doblando una esquina, bajo un discreto arco. Desplegamos la carta y de nuevo la ansiedad, decisiones; felizmente gracias a Bego el menú queda restringido un tanto, así que pedimos de primero un puré de patata con trufa y huevo que resulta ser lo mejor que zamparemos hoy –y en todo el viaje– y después respectivos platos de pasta. No he probado todavía el cacio e pepe, pero cierto tallarín del día con cangrejo me inquieta; pondero con frialdad: tradición o vanguardia, mar o montaña; finalmente es el cangrejo que me sienta de maravilla.

En medio de la comida, cuando el restaurante está casi vacío, sentimos de pronto una perturbación en la fuerza. Pensábamos que con Nuria Roca habíamos cubierto la cuota de famosos –previamente nos habríamos encontrado Bego y yo con un antiguo jefe suyo productor de televisión, pero no sé si cuenta–, pero de golpe Bego arde de rubor y me clava la mirada, gesticula discretamente: acaba de entrar en el restaurante Toni Collette, y se ha sentado justo detrás de mí. Ha debido de enterarse que estábamos aquí comiendo, claro, por Instagram o telepatía, y se ha apuntado. Yo, que soy un tipo tan vibrante y abierto, jovial, no puedo siquiera darme la vuelta y posar mis ojos sobre ella; la sola noción de que Toni Collette advierta mi curiosidad o interés, de que capte mi escrutinio, me inmoviliza, así que me paso el resto de la comida tieso como como un gendarme.

Toni Collette, ahora recuerdo, es australiana. Es más o menos tan australiana como este tipo, y sus vocales densas y ovaladas flotan hasta mí despacio desde su mesa. Habla animadamente con varias amigas inconfundiblemente americanas, acompañadas por la encargada, que sobrevuela la conversación como un cóndor y se tira a cada rato en picado; deben de tener, por lo visto, algún amigo en común, circunstancia que aqueélla explota sin reparos. Es, no obstante, muy agradable: cuando terminamos nos acompaña a la puerta y se interesa por nosotros; le decimos que somos españoles –de Galicia– y ella contesta que conoce bien el país, pues fue durante muchos años bailarina en el ballet Giorgio Aresu de Valerio Lazarov y trabajó, entre otros, con Julio Iglesias.

Maravillados con esta información: no buscábamos famosos y topamos con dos, o uno y medio; emergemos del Due Ladroni bien nutridos y ponemos rumbo al hotel, para hacer las maletas y marchar seguidamente sobre el aeropuerto. Llegamos allí en torno a las cuatro o cinco, salimos del control ilesos y esperamos a nuestro avión en una puerta al fondo de la terminal. He dicho que salimos ilesos, pero es relativo: a mi madre le han obligado a dejar atrás su neceser. Veamos: mi madre padece dermatitis atópica desde su juventud, cuando tenía veinte o veinticinco años; sufrió en el pasado episodios agresivos pero hoy la mantiene felizmente a raya gracias a un surtido notable de cremas y lociones especiales. Su neceser, por tanto, que es más bien un baúl, es fundamental allá dónde va.

En la mesa de facturación dos azafatas con pocas ganas de trabajar nos han dicho que no, que a pesar de que en efecto el suyo es el mostrador de facturación –y no el de aeróbic o salto con pértiga, pongamos– allá no se factura ya nada. Para bultos como el de mi madre –por lo visto artefacto extrañísimo con el que no han topado nunca– tenemos que ir a un mostrador especial, en un rincón de la terminal de salidas junto a una farmacia. Mi madre, que es medio bruja, lo anticipa: van a perder el neceser.

De vuelta en la puerta de embarque, ya es hora de subir al avión. Yo llevo nervioso desde que salimos del restaurante: para qué negarlo más tiempo: no es que no me guste despegar; no me gusta volar y punto. Dirijo alternativamente la mirada al cielo y al parte meteorológico del iPhone: no hay lluvia pero sí nubes gordas como señoras; nada terrible pero tampoco genial, en resumen. Despegamos, al fin, y ya no recuerdo si el vuelo es uno suave o turbulento; se me mezclan las imágenes de los viajes sucesivos: precisamente las Navidades en que mi fobia rompe a hervir –siempre estuvo ahí, latente, acechante, desde pequeñito– son las que más aviones cojo de los últimos años: hasta cuatro en diez días o lo que es lo mismo, 0,4 vuelos diarios. Haciendo un cálculo rápido, sale el equivalente a 36 minutos de avión por día, lo cual en un aerófobo es de todo punto excesivo.

Llegamos a Barajas en una noche brumosa y fría y tal y como predijo mi madre su neceser no está. La cinta completa hasta dos y tres vueltas pero nada: ha desaparecido. Es tan tensa y larga la espera que la nariz de Bego empieza incluso a sangrar. De nuevo en formación tortuga mis padres, mi hermano y yo inquirimos al personal en tierra de Iberia: en efecto, el neceser se ha quedado en Fiumicino. Resoplamos: la desidia e ineptitud de cierta gente no conoce límites. Por suerte tienen la referencia de la etiqueta y pueden enviárnoslo directamente a casa; se tratará simplemente de comprar esta noche reemplazos para los próximos días y esperar. Paramos en la salida de la T4 un par de taxis y volvemos a Lavapiés: hoy cenaremos tortillas y ensalada de tomate, y nos iremos pronto a dormir. Mañana cogemos el tren a Galicia, y habrá terminado el viaje.

Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES