Joey y una oda al turismo de siempre

Escribo esta columna desde un tren. La verdadera nómada, discúlpame, siempre me concentro mejor en cualquier medio de transporte. He escrito reportajes de viajes en aviones, newsletters en autobuses y he trabajado en algún barco. Estas líneas son sólo para ponerte en contexto. Para que me conozcas. 

Lleva en Twitter unas semanas un post con ‘unpopular opinion’ sobre viajar y yo, que llevo más de dos años viajando temporadas largas sin lugar fijo, no puedo más. Aborrezco la idealización del viaje como meta. El viaje sólo es el camino, pero cada vez más un camino lleno de gurús que te dicen que si no viajas es que no sabes (ellos sí lo saben) lo que es la vida.

Uno hace lo que puede y lo que quiere, más faltaría. Hasta aquí hemos llegado.

Por eso quiero reivindicar que las señoras se vayan a Nueva York y se hagan 50 fotos en Times Square. Quién soy yo para decirte a ti, que has ahorrado y has currado, que es hortera que te pidas el desayuno flotante en Tailandia y te hagas mil fotos o que te plantes en la cola del siglo para subir al rooftop que viste en el enésimo listado. O que quieras ir al restaurante que salió en aquella película y que tiene fotos en la puerta, marcarte un Emily in Paris, ir a la Fontana di Trevi a las 12 del mediodía. 

Se nos llena la boca de clase media y luego acabamos mirando por encima del hombro cuando el turismo fue el mejor invento del siglo (que me perdone la penicilina o la Inteligencia Artificial) porque nos permitió soñar por días con otras vidas y compartir tiempo sin tener que fichar para el jefe o pensar que la cena estaba al fuego. El turismo, el normal, el de toda la vida, te llevó con tu abuela al Palacio Real, te preparó un listado infinito con tus padres en aquella ciudad europea con fotos que hoy tienes colgadas en la pared, te dio imanes de gusto cuestionable que te hacen sonreír cuando vas a abrir la nevera y te hizo creer que podrías ser la protagonista de la última peli de Chicas Malas con tus amigas porque te ibas a comprar el frapuccino de Starbucks. Y no pasa nada. 

En esta batalla por la diferencia nos hemos convertido en turistas no buscados mientras acabamos visitando los nuevos monumentos. Descubrimos las cafeterías cool, el trekking desconocido, la playa a la que no va ‘nadie’ (acuérdate de que Bad Bunny decía que si ponía location ya no era un secret spot, pero en el fondo todos queríamos que nos diese la ubicación) y aquella puerta con azulejos de colores. Generamos nuestra propia frustración intentando hacer que nuestro ocio no sólo nos defina, sino que nos posicione. Buscamos etiquetarlo todo, en Instagram y en la vida, como si así fuésemos mejores, y acabamos viajando como si estuviésemos en un trabajo más, como si en lugar de recibir dinero por hacerlo, tuviéramos que ponerlo sólo para poder seguir estando en la cresta de la ola.

Créeme, no tengo la fórmula pero sí tengo un secreto: monta los viajes que tú quieras montar y practica la normalidad del turismo de vez en cuando, intenta preguntar más o curiosear sólo si tienes ganas de verdad, deja de huir de ti mismo y abraza un poco más lo que también eres: Joey en aquel capítulo de Friends fascinado por el Big Ben con su gorrito de la bandera británica. Flipar con lo normal es extraordinario y eso es, definitivamente, lo que hace que merezca la pena vivir un día más.

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