Los modales en la mesa (y por qué saltarse algunos)

Llevo algunos años un poco obsesionada con lo que sucede alrededor de la mesa. La mesa, como elemento, me parece crucial para entender la sociedad mediterránea, la latina, la de esos que gastamos nuestro tiempo hablando-horas-sin-tanta-agenda. Nuestra forma de estructurar las relaciones y la vida tiene todo que ver con nuestro concepto de la mesa, con el hecho de pasar horas y horas en torno a ella sin un objetivo concreto. Con el hecho de que le confiramos el protagonismo en un encuentro familiar, en una primera cita, una quinta, o en una reunión de amigas desahogándose.

¿Qué ocurre ahí? Ocurre todo. Pasa el tiempo encapsulado bajo la promesa de estar dedicándolo con la conciencia que se le dedica a las tareas importantes: con una presencia física y mental inapelable. Pensé mucho en los rituales, en lo que sucede. Alguna vez he recibido en casa y he preparado un mantel que nunca he planchado, con unos salvamanteles que probablemente yo jamás compré. Si me preguntas, me quiere sonar que los cubiertos van a la derecha, y que las copas siguen un determinado orden según el líquido que vayan a contener.

Hay normas que, sin duda, nos hacen mejores: esperar a que todo el mundo esté en la mesa para empezar a comer, estar atento para rellenar la copa, ofrecer el plato para servir sin que te lo hayan preguntado y mejor no hablar con la boca llena, así nos entendemos todos.

Picasso explicaba que había que aprender las reglas como un profesional, para poder romperlas como un artista, y su tesis sobre entender primero para ‘destrozar’ después me sirvió para elaborar la mía: “el arte de saltarse modales sin pasarse”, teoría de alguien que se cree con alma de artista hasta para comerse un bocadillo. 

 

Empecemos, pues: las reglas me sirven siempre que sienta que me las puedo saltar un poco, que no me constriñen tanto como para no ser yo. Me alegro de que alguien piense que comer en bañador está mal, pero mis comidas de verano, al llegar de la piscina todos mojados en casa fueron, y siguen siendo, tan maravillosas que me niego a considerarlo como algo incorrecto o fuera de lugar, porque ese es exactamente mi lugar. 

Entre la exquisitez y lo desagradable hay una horquilla que permite el disfrute sin la culpa: un espacio en el que robar las patatas fritas a tu acompañante es divertido y una especie de lenguaje del amor, casi tanto como poner una tabla de fuet que cada uno se corte, partir el pan con la mano y mojarlo en la salsita. En mis mesas ha habido bien de rollo de papel de cocina y se han usado muebles cualquiera para apoyar en un cóctel para nada de etiqueta. Si no soy la pizza en el suelo con un botellín no soy nada, oiga. A veces quiero estar descalza, abrir unas latas en la playa y acabar chupándome los dedos después de un montadito hecho con una patata frita de bolsa y un mejillón. Supongo que alguien que sepa de protocolo habrá infartado sólo de leer esta frase. No podríamos ser amigos, mejor que no me lea.

Si sólo nos guiamos por lo que se debe, acabamos convertidos en impecables humanos grises que no se permiten explotar de risa y que se salga el agua por la boca. Y qué aburrimiento de existencia si no puedo mancharme y levantar un poco de más la voz en una mesa. Si no puedo tener la sensación de que puedo salirme del guión, aplicar la picardía, olvidarme de lo escrito y sentir un poquito más, siempre un poquito más.

Y si me permites finalizar esta tesis, ejercería la tiranía con una norma grabada en piedra: teléfonos fuera, mínimo a un metro de distancia, bien de mirarse a la cara, conversar o practicar el silencio. Para acordarnos de aquello de dedicar la conciencia que se dedica a las grandes cosas, a.k.a el tiempo compartido, esa gran cosa.

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