Sin marketing, sin pelo, sin temor

Las cámaras los captaron minutos antes de que se enfrentaran en tercera ronda del Open de Australia. A un lado, Ben Shelton, joven promesa de 21 años, cuerpo esbelto, andares de estrella NBA, último prototipo salido de esas fábricas estadounidenses que llevan décadas tratando de desarrollar al deportista perfecto por el mero placer de la ostentación, calentaba pegando enérgicos saltos en el pasillo que daba al estadio. Al otro, Adrian Mannarino, francés de 35 años, menos garbo que tu cuñado en un desfile de bañadores, ropa comprada en las rebajas de Decathlon, igual de calvo que el atún y con pinta de fabricar su propia cerveza en el garaje de su casa, esperaba despanzurrado en una silla entre las máquinas del gimnasio. El plan de juego de ambos era el mismo, sólo que difería en los tiempos. Terminó imponiéndose la experiencia. Shelton había utilizado varios conos antes del partido para ponerse a punto; Mannarino prefirió usar a Shelton como cono durante los tres primeros sets, igualarse a él en el cuarto y dejar que la inercia lo venciese al terminar el quinto. En la entrevista de después, con una sonrisa tan amplia que sólo podía significar descreimiento, soltó una frase que nos resume a todos: “¿Cómo es que has ganado más torneos después de cumplir los 34 que antes de cumplirlos?”, le preguntaron. “He empezado a beber tequila”.

Suele decirse que los jóvenes compiten con ventaja contra los veteranos porque tienen menos que perder. Es una reflexión interesante que, sin embargo, olvida una verdad profunda: es imposible competir a pérdidas con quien ya ha perdido hasta la juventud. Esto se notó todavía más debido a una manía magnificada por nuestra necesidad infinita de espectáculo y que tiene su quimera deportiva en la intimidación. Yo estoy convencido de que si Michael Jordan no hubiese sido un maestro del trash talk los fans se hubiesen acabado inventando que lo era, aunque sólo fuese por añadirle dramatismo oscarizable a los documentales sobre su carrera que planeaban ventilarse veinticinco años después. En el tenis, deporte cada vez menos aristocrático pero que todavía conserva esa pátina de respetabilidad que impide que los tenistas se susurren “putitas” al oído durante los cambios de campo, el trash talk es mudo y se reduce al despliegue con el que se encaran los calentamientos en los túneles de vestuario. A ese juego se prestó Shelton, supiéralo o no, sin caer en que llegados a ciertas edades lo único intimidatorio es la revisión de próstata. La sonrisa infinitamente despreocupada con la que le respondió Mannarino, allí sentado como si su mayor victoria fuese a consistir en levantarse de la silla sin gemir, era toda una declaración de intenciones. Igual que dicen de Nadal —por lo contrario—, el francés había ganado ese partido antes de salir a la pista. 

Dos días después pudimos imaginar que el suyo ha debido ser un camino largo e incierto que ha terminado por convertirlo en uno de esos sabios felices que encima saben que lo son. En su enfrentamiento contra Djokovic nos regaló la misma imagen, con la diferencia de que esta vez fue a lo largo del partido y después de recibir dos roscos que sonaron a invitación cortante para que abandonase el país. Algunos espectadores morbosos estuvimos atentos por si en un gesto furtivo le pegaba un trago desesperado a una petaca de tequila, igual que si fuese un Asterix alopécico, pero no lo hizo. Simplemente sonrió y celebró el primer juego de los únicos tres que metió en todo el partido como si hubiese levantado el título. Descubrimos entonces por qué este francés digno de una epopeya cómica ha empezado a ganar torneos pasados los 34. Quien le ha perdido el miedo a la derrota no puede perder.

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